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Kooltura

Nos acostumbramos a la oscuridad 

Llego por Nuba a las 6.45 p. m., quince minutos después de lo pactado. Vamos tarde. Tomamos la ruta más corta para llegar al Centro Escolar Revolución (CER). Al llegar nos sorprende la cantidad de personas haciendo fila en el patio delantero de la escuela. La fila se extiende hasta los barandales que dan a la calle. Tal vez sean más de cien personas que esperan entrar al recorrido anual del “CER entre el mito y la leyenda”, organizado por autoridades de la escuela con la intención de recolectar recursos para la remodelación del antiguo edificio que aún permanece desde 1937. 

Es 1 de noviembre, Día de Todos los Santos, fecha para conmemorar en México a los infantes fallecidos, o al menos eso he escuchado. También es el día que separa a Halloween del Día de los Muertos. Fechas que se han fusionado en esta frontera en un sincretismo ya no cuestionado. Sincretismo, esa palabra de moda que flota continuamente. Aquí todo está mezclado, todo está sobrepuesto como un palimpsesto. No hay otra forma de continuar sino empalmándolo todo. 

Nuba saca la cámara y apunta a la fachada de la escuela. El ángulo que toma es admirable. El resplandor de la luna corona la arquitectura del edificio, le da un aire tétrico. Avanzamos hacia la fila y pedimos información. Una pareja de adolescentes nos dice que ya se acabaron los espacios. Que los organizadores están pensando hacer un recorrido extra después de las 11 p. m., pero que no están seguros. Nuba y yo nos miramos con preocupación. Tal vez llegamos demasiado tarde. Le damos las gracias a la pareja y nos acercamos a las puertas principales. Hay desorganización. Le hablo a la señorita que parece encargada. Tiene dinero en las manos y su vista puesta sobre una libreta. Sin mirarme repite lo mismo que oí afuera: «no hay boletos».  Busco a Nuba. Un grupo de personas bloquea el paso. Llevan los boletos en la mano. Siento envidia. Encuentro a Nuba detrás de su cámara, toma fotografías de las escaleras principales. Me acerco y le digo que efectivamente mamamos, que no hay boletos. No me contesta al instante. Sigue tomando fotos. Me doy cuenta que nadie está vigilando verdaderamente, que la muchedumbre se amontona en la entrada, justo donde estamos nosotros. Le digo que hay que meternos. Ella sonríe sin quitar el ojo del visor de la cámara. Sé que es una sonrisa de complicidad. Sin decir nada caminamos y nos mezclamos entre las personas. Avanzamos en silencio, siguiendo a los demás. No volteamos atrás, sabemos que si lo hacemos seremos descubiertos o nos convertiremos en piedra. 

Subimos unas escaleras de caracol que nos llevan al tercer piso. Aparecemos en un teatro pequeño. Las butacas se van llenando poco a poco. Nos sentamos en las últimas sillas, amontonados, como para ocupar el mismo espacio. Comentamos la posibilidad de que los lugares estén enumerados, el riesgo de ser descubiertos. Pero las sillas no se llenan, quedan algunos huecos, volteamos. El aire se filtra por algún lugar. Un ligero frío se acumula alrededor de nosotros. Arriba del escenario toma el micrófono la profesora Isabel Sánchez. Nos da la bienvenida. Suena música de películas de terror, un loop del intro de Halloween interrumpido por un grito hecho en computadora. Una sábana blanca en medio del escenario funge como pantalla. El proyector lanza imágenes tradicionales de la fecha, calaveras, charros, catrinas. La música de Halloween se oye más fuerte. Otra vez el sincretismo. La profesora trata de hilar frases, pero el sonido no ayuda mucho, está desfondado. No sé si se dice así, pero debo entregar esta crónica hoy, continuaré, lo empalmaré con las siguientes líneas. Hay que continuar. 

La profesora agradece nuestra asistencia. Nos comparte el motivo del evento y las cosas que desean comprar con lo recaudado. Explica que todo puede ser remodelado excepto la fachada y los vitrales del teatro, puesto que fueron hechos por Miguel Revueltas. Los vitrales tienen personajes de la historia de México, alcanzo a distinguir a Benito Juárez y Miguel Hidalgo. En la noche es difícil apreciar los matices que componen las imágenes. Hay una calavera de dulce puesta en el filo de los pies de Miguel Hidalgo, dos veladoras de santos que no reconozco acompañan a la calavera.

Estoy distraído, no me doy cuenta que Nuba se ha levantado, toma fotos de los vitrales desde distintos ángulos. Ya no nos importa ser descubiertos. Estamos mezclados. La profesora se dirige a los asistentes con un tono semejante al que seguramente usa en el salón de clases. Pregunta si entendimos algo que acaba de explicar y todos respondemos que «sí» en coro. Después proyecta una película infantil sobre el Día de los Muertos. El filme dura poco. Las luces principales se apagan y la profesora toma el micrófono de nuevo. Enumera una serie de sucesos de aparente origen sobrenatural. Nos dice que la escuela se edificó sobre un panteón clandestino, usado en la Revolución y que ella ha visto pasearse por los pasillos a un hombre vestido de general. Menciona otros sucesos inconexos. La charla se enfría. De pronto una mujer de entre el público se levanta y pide el micrófono. Dice que ella sí tiene una historia verídica, porque ella la vivió hace 40 años, cuando cursó la primaria en esos salones. Aseguró haber visto a una compañera suya salir del baño llorando, cubriéndose el rostro sangrado y rasguñado. La niña afirmó haber sido atacada por una mujer mayor y con lentes. El hecho nunca fue comentado de nuevo, no había ninguna mujer en el baño. Los maestros pensaron que la estudiante se había rasguñado a sí misma. Pero la niña describió con detalle la vestimenta y rasgos de su atacante. Dichos rasgos coincidían con la vestimenta que popularmente se le relacionaba a Tomasa Juárez, maestra que dirigió la escuela tiempo atrás y que supuestamente aparecía en los pasillos. 

La mujer termina su relato y los asistentes quedamos en silencio. La profesora Isabel aprueba el comentario como si se tratara de una participación correcta de la clase de geografía.
La bienvenida y videos finalizan. La profesora nos avisa que el recorrido dará comienzo. Comenta algo sobre dividirnos en dos grupos. Avisa que no es recomendable la compañía de infantes porque el camino es pedregoso. Que recorreremos una parte de los túneles que fueron construidos en el sótano de la escuela. Dichos túneles se conectaban a la Catedral y otros lugares del Centro Histórico de la ciudad. Se dice que fueron usados para contrabando y otras cosas, por lo que ahora están sellados, pero no en su totalidad. Nos unimos al primer grupo dirigido por otra maestra joven. La seguimos hacia el sótano. Hay muy poca iluminación. La luz de la luna brinda la mayor parte de la visibilidad. Un Momo recorre los pasillos en la oscuridad, hay personas escondidas en los huecos del edificio. Salen a espantar a los que pueden. La decoración es sencilla, son artículos comprados en el supermercado. Calaveras y calabazas con ojos sonrientes. Quienes asustan llevan una máscara improvisada.

Después de los túneles subimos a la segunda planta. Estamos por entrar al salón de música. Dentro del salón hay una decoración de luces con tono pastel. En medio del salón hay un piano antiguo. La maestra encargada está caracterizada como catrina. Tiene una historia preparada que cuenta con gran memoria y modulación de voz. Ella asegura que suelen escuchar al piano tocarse solo. No hay más misterio. Solo eso. Me entran ganas de ir al baño y salgo del grupo. Le pido orientación a la maestra guía, me indica unas puertas iluminadas del otro lado del salón de música. Entro al baño y cierro la puerta. El baño es amplio, me imagino estando ahí de niño y experimento un cierto escalofrío.  El color blanco de las paredes está sobrepuesto a una capa de tono verde. Se alcanzan a distinguir por debajo algunas frases escritas con pluma o lápiz. Una de ellas dice: «no te asomes al otro baño». Me doy cuenta que hay un muro incompleto en la parte superior. Hay otro baño al lado y los dos comparten el mismo techo. Escucho un ruido afuera y me apresuro. Al salir no hay nadie. Tal vez un niño tratando de jugar alguna broma. Escucho como si alguien bajara el agua de la taza y me asomo al otro baño. Otra vez nadie. Tal vez se baja solo. No investigo más. Me uno de nuevo al grupo. La catrina continúa con otra historia. Nos indica que avancemos por una fila de tumbas de plástico. Cuenta de nuevo lo del cementerio debajo de la escuela. Bromea sobre el hecho de porqué los ingenieros de antes tenían una manía por construir arriba de cementerios. Pienso que realmente no hay otra manera. Siempre estamos pisando tumbas. El mundo tiene más tiempo de lo que pensamos. Las civilizaciones se edifican una sobre otra, amontonándose en un eterno traslape. 

Salimos del pasillo de las tumbas. Hay un tiempo de descanso. Esperamos al grupo que viene detrás de nosotros. Una pareja de mediana edad se acerca a la maestra guía. El hombre tiene un bigote tupido y rostro rígido. Está aferrado a la mano de su esposa. La mujer pregunta efusivamente a la maestra por más historias terroríficas, más mitos. Sus ojos se agrandan un poco cuando la maestra comienza un breve relato de su experiencia, de los susurros que oye a veces. El hombre cierra los ojos mientras avanza el relato de la maestra, frunce el ceño.  Los ojos de la mujer se agrandan, una sonrisa se comienza a esbozar. Está escuchando lo que busca. El hombre gira el rostro hacia otro lado. El sonido estridente de un portazo se escucha desde el salón de música. El hombre da un salto y abraza por completo a su mujer. Ella ignora todo a su alrededor excepto la narración. La maestra ríe.

Nuba captura otro ángulo de los vitrales vistos desde afuera. Se aprecian mejor. Las veladoras los llenan de color. El sonido del obturador llena los espacios vacíos de los salones que nos rodean. La mayoría está en desuso. Algunos aún conservan sillas y mesas de hace más de cincuenta años.

 Pienso de nuevo en Halloween y el Día de los Muertos. Pregunto a Nuba su opinión. Ella me dice que le gusta Halloween porque es divertido. Que no considera tener una postura nacionalista como para desecharlo y solo apreciar el Día de los Muertos, aunque este tiene una raíz más bella y ancestral. Le emociona la idea del Mictlán y del dios perro Xoloitzcuintle. Me dice que la fusión de las dos culturas es más rica en la frontera. Que todo se mezcla. Yo concuerdo. De Halloween me gusta el juego de disfraces. La máscara que cubre la desnudez, o esa idea vaga sobre la desnudez, porque es difícil pensar en tal cosa. Más bien la máscara sobre la máscara. Una capa que cubre a otra. El juego de ser otro. El palimpsesto elemental. Lo lúdico sin un fondo pedagógico o religioso. El juego por el juego, el ritual desinteresado de la existencia. Y por otro lado, el Día de los Muertos. Los que regresan a caminar de nuevo entre nosotros. El antídoto del olvido. La exhumación del recuerdo. El regreso. La memoria: esa capa compleja que vuelve a resurgir. Lo que permanece y siempre vuelve a mostrarse. 

Me llaman. Salgo de mis elucubraciones pretenciosas. Qué alivio. Estamos caminando por un pasillo donde apenas cabemos con los brazos recogidos. Es la salida. Un foco amarillento ilumina las baldosas. A nuestros costados desfilan puertas de marco de metal. Vidrios rotos. Detrás de las puertas hay más sillas, sombras irregulares. De pronto ya estamos afuera. Bajo la noche. En el mismo lugar donde comenzamos. Salimos por la fachada donde Nuba tomó una foto al principio. Vemos a la luna coronar la entrada. Creemos que el lugar está más iluminado que antes, pero no tiene sentido. Pensamos que tal vez nos acostumbramos a la oscuridad.

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